El pasado 17 de diciembre, recordamos la muerte del Libertador y un día como hoy el nacimiento de quien fue su amada. Olvidar a Manuela Sáenz Aispuru, hermosa mujer quiteña, sería tan grave como borrar de la historia patria a Simón Bolívar. Sobre el nacimiento y la muerte de Manuelita hay varias fechas, por comparación de lo que dicen unos y otros, se precisa que nació en Quito el 27 de diciembre de 1797. Sin excepción, los humanos llevamos una vida agitada, y en ocasiones silenciosa, sobre la cual apenas se descubren verdades después de la muerte. Esto le pasó a Manuela. Sus contemporáneos supieron menos que lo que hoy sabemos de sus andanzas, virtudes y defectos. Durante la secundaria tuve un maestro de historia que no ocultaba su satisfacción por la vida íntima de Manuela, refiriéndola con mucha pasión hasta el punto que algunos quedamos listos para expiar sobre la existencia de esta dama al lado del Libertador.
Fue una mujer que desde niña mostró señas de lo que sería. Vivió empecinada por sus ideales y de vestir militarmente, lo que la llevó a engancharse en la causa por la libertad de los pueblos de América. El matrimonio —con todas de la ley— con el inglés James Thorne no fue dichoso por ser los dos como agua y aceite: él, un “pedante anglosajón” y ella, una “diablilla latina”; para ser más explícito: Thorne con indolente temperamento inglés y metódico, y Manuela erótica, insaciable y apasionada. A ella iba amarrado el espíritu sensual y sexual y las cosas difíciles de alcanzar.
Estando viviendo Manuela y Thorne en Lima, tuvo la oportunidad de regresar a Quito. Fue el preciso momento para iniciar el romance con Bolívar, —y sin preaviso— sucedió, fue después de las batallas de Bomboná y Pichincha, el 16 de junio de 1822 en una calle de esa ciudad, y luego refrendado en el baile que festejó el triunfo. Desde ese momento fue ella para él “la bella” o “la amante loca” como la llamaba. En noviembre de 1827 Manuela se traslada a Bogotá y empieza la historia social y política de la pareja.
El Libertador abandona a Bogotá en abril de 1830, rumbo a su final cuando su estado de deterioro físico y moral era lamentable, Manuelita emprende una lucha para lograr que vuelva al poder, le encomienda al general Perú Lacroix hacer la correspondiente diligencia, pero con tan mala suerte que recibe la peor decepción cuando el ilustre mensajero le entrega a la dueña del mandado, el papelito que decía: “El hielo de mis años se reanima con tus bondades y gracias. Tu amor da una vida que está expirando. Yo no puedo estar sin ti, no puedo privarme voluntariamente de mi Manuela. No tengo tanta fuerza como tú para no verte, apenas basta una inmensa distancia. Te veo aunque lejos de ti. Ven, ven, ven luego. Tuyo del alma, Bolívar”
No cayó menos este mensaje ante Manuelita, no fue para privarse fue para morirse. Desde ese mismo instante se disminuyó su inventario de asuntos pendientes, y no le quedó otro camino que el de afrontar sola el entorno crítico y sin compasión de la sociedad bogotana, pues no tenía crédito distinto que el de una “simple amante”; y recibió lo peor ante la presión social. Santander la expulsa el 1º de enero de 1834 y es embarcada rumbo a Jamaica, allí vive tres años, una vez intenta regresar a Quito pero no lo logra. Al fin, arriba a Perú, al pueblito Paita, donde pasa sus últimos días en la miseria viviendo de la venta de dulces y otras chucherías. Aquí tuvo momentos de alegría que la motivaron: el encuentro con de don Simón Rodríguez, maestro del Libertador, quien pasaba por un final parecido al de ella y las visitas inesperadas del general irlandés Daniel O’Leary y del luchador por la libertad del Uruguay Giuseppe Garibaldi, y después su propia muerte que le llegó a la heroína del Libertador el 23 de noviembre de 1859. Sus pertenencias fueron incineradas, salvándose la carta de despedida que Bolívar le envió con el general Lacroix.
A mis lectores: ¡venturoso año 2003, que éste sea mejor que los anteriores, que Dios nos ayude para conseguir paz y empleo!